Fragmento de Epílogo del pescador de perlas (La imagen superviviente)
George Didi-Huberman
Imaginémoslo: el pescador se sumerge. En ese momento, sin duda, se cree todavía el “detective” del mar: en los fondos oscuros busca sus tesoros como otros tantos enigmas a resolver. Un día encuentra una perla. La sube enseguida a la superficie y la muestra como un trofeo. Triunfa; está orgulloso y satisfecho. Habiéndole robado al mar su tesoro, cree haberlo comprendido todo -porque su trofeo es el significado, el meaning del mar, supuestamente contenido en el detalle de su perla-. Cree haber terminado con los abismos. Vuelve a su casa, mete la perla en una vitrina después de haberle hecho una ficha de catálogo, que piensa que es definitiva. No sospecha todavía que, más allá del enigma, yace un misterio de una clase bien diferente. Un día -mucho más tarde, por casualidad- se da cuenta, trastornado, de que nunca había mirado su perla porque al contemplarla soñadoramente ese día, la reconoce de repente: no es otra cosa que el ojo de su padre muerto, según la inolvidable predicción cantada por Ariel en La Tempestad de Shakespeare:
“Tu padre yace muerto sepultado bajo cinco brazas de agua:
se ha hecho coral de sus huesos,
de sus ojos nacen perlas.
nada corruptible hay en él
con lo que el mar no haya hecho
algún tesoro insólito”
La cuestión -la inquietud, el esquizo, la búsqueda del tiempo perdido- entra en el pescador de perlas y empieza a obsesionarlo. Decide, en consecuencia, volver a sumergirse. Descendiendo lentamente hacia el fondo, entre algas, medusas y oscuridad creciente, comprende tres cosas. En primer lugar, que los tesoros del mar proliferan, son infinitos. No es solo que su padre sepultado le haya dejado otras maravillas más además de la perla única del principio, como por ejemplo el coral de sus huesos o tantos otros detalles convertidos en “tesoros insólitos”, sino que también, dispersos por todas partes, se encuentran todos los corales y todas las perlas de todas las generaciones de ancestros próximos y lejanos. Innumerables padres yacen en innumerables tesoros en el fondo del mar. Cubiertos desde hace siglos de algas e impurezas, esta herencia está a la espera de ser reconocida, recogida, repensada.
El pescador comprende entonces -y es la segunda cosa- que donde se sumerge no está el sentido sino el tiempo. Todos los seres de los tiempos pasados han naufragado. Todo está corrompido, ciertamente, pero todo está ahí, transformado en memoria, es decir en algo que no tiene ya la misma materia ni la misma significación: es, en cada ocasión, un nuevo tesoro, un nuevo tesoro en cada Antaño metamorfoseado. Finalmente nuestro héroe comprende lo más importante: es el medio mismo en el que nada, el mar, el agua turbia y maternal, todo lo que no es “tesoro” endurecido, es el entre-dos cosas, el invisible flujo que pasa entre perlas y corales, es eso mismo lo que, con el tiempo, ha transformado los ojos de su padre en perlas y sus huesos en coral. Es al intervalo, a la materia del tiempo -acá fluctuante, allá estancado- a lo que se deben todas las metamorfosis que hacen que de un ojo muerto un tesoro superviviente.
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