sábado, 5 de septiembre de 2009

N18. Texto

El encuentro alucinante de Laszlo y Charles Edouard

Miguel Ángel de la Cova

“Jamás me he sentido -concluyó el narrador- tan ligero, despejado y alegre después de una alucinación.”

Myslowitz -Braunschweig- Marsella. La Historia de un fumador de Hachís

Walter Benjamín

El pequeño relato de Benjamín del que se cita el final -todo cuento tiene uno- comienza con un canto al azar: todos, en un momento de nuestra vida, hemos estado a punto de ser millonarios. Esta casi chistosa y perspicaz afirmación abre una falla en la meseta del tiempo, cuya unidad queda así transfigurada en collage: será el relato el que se encargue de engranar los fragmentos de la vida y lo caduco -realzados por el efecto de la droga inhalada por el fumador- sobre el abstracto del negocio y el dinero, simbolizado en la clave bancaria telegramática “Braunschweig”, un pueblo alemán desconocido sobre el que el protagonista se pregunta por sus gentes y paisajes, en un momento de lucidez o alucinación.

De otra casualidad, ocurrida en la ciudad donde transcurre el cuento de Benjamin, y de otros paisajes imaginados trata la historia que sigue ahora:

Fue el Padre Couturier, un cura de boina Matisse, el que aconsejó a Laszlo, ya Lucien Hervé para escapar de una muerte segura, ir a visitar la Unidad de Habitación de Marsella, obra de otro amigo suyo y aún en ejecución aquél año de 1949. Laszlo hizo seiscientos cincuenta contactos en un sólo día -lo que explica que el edificio en sus fotos actúe como si de un reloj de sol se tratara- y que mandó a Charles-Edouard, el arquitecto de aquello. Le Corbusier -un apodo para también escapar- decidió inmediatamente que Laszlo fuese su fotógrafo. Los dos hombres modernos de nombres cambiados se encontraron bajo el sol de Marsella sin chocar las manos y ese encuentro los convirtió a cada uno en parte del otro.

Cuando recibió Le Corbusier los clichés de Hervé, el arquitecto estaba imbuido en la creación de sus paper-collés: superposición de papeles recortados, cartulinas con dibujos que se repasaban a tijera o se rasgaban con las manos y se rellenaban de color si la base no lo poseía ya. El contraste de los elementos, la tensión de sus límites superpuestos es registrable en la arquitectura del Maestro, en la que la idea de recorte, de anatomía -cuya raíz etimológica conduce al concepto de disección- ya resulta patente en sus primeras obras: la terraza de la Villa Beistegui, que elimina de un tajo preciso parte de la ciudad de Paris bien pudieran emparentarse con las tomadas en la cubierta de la Unidad por Hervé: en ambos casos, lo que sobrevive al corte es lo permanente, montañas y monumentos.

Quizás la retina de Charles-Edouard encontró algo familiar en la mirada de Laszlo. Las fotografías fuertemente contrastadas producen la sensación de recorte, de forma que el volumen iluminado se presenta como pegado sobre una base negra, abstracta. El límite no tiene transición, no hay difuminado, al igual que ocurre en los enmarques de la imagen, que amputa o apura la forma completa del elemento arquitectónico. Esta técnica, utilizada por Hervé posteriormente para las fotografías de maquetas de su cliente, carga la arquitectura de una cinética, en la que el ojo apenas reposa y se interroga sobre la forma completa, desaparecida. Puede que las cartulinas de los paper-collés fueran restos de las maquetas del estudio de Sevres, aún con algún recorte de una cubierta, reciclada en caballo o cadera.

En estas otras fotografías de Gabriel, superpuestas sin pegamento a las de Lazslo -tan familiares a nosotros los arquitectos, tan emborronadas por recuerdos falsos- vuelve a estar vivo el deseo por el sol de aquellos dos artistas y se despeja el cielo de las nubes de la Historia para mostrarnos el color del lugar donde nunca se encontraron: ligero, despejado, alegre, alucinado, radiante aún.