De mis deseos
José Ramón Moreno Pérez
El interés se despertó con un comentario en voz alta y algo despectivo en medio de un vestíbulo, de pasada. Unos años después, cuando su presencia se iba haciendo relevante a través de la repetición de imágenes que aquí y allá iban dejando un reguero en los medios de comunicación, llegó una imagen traída por un amigo desde el edificio. Recogía encuadres menos conocidos que los habituales, quizás fue entonces cuando surgió mi interés, pero también es cierto que no puedo señalar con certeza cuando fui consciente de que aquel edificio tenía algo de sí a lo que no me podía sustraer. Lo supe ya antes de visitarlo, lo imaginé antes de recorrerlo, lo describí antes de pensarlo y habitarlo.
Invertía así la directriz que aconseja en arquitectura la experiencia directa de la obra, seguí una dirección prohibida, recorrí a contramano cualquier vía que me prometiera llevarme a él, indagué en lugares distantes, comparé lo incomparable y gracias a todo ello cada vez lo sentía más próximo, formando ya parte de esas obsesiones íntimas que constituyen el pozo de los sueños y los anhelos. A veces se escapaba de mis manejos y se presentaba extraño, huraño, desafiante ante mis tratos interesados.
Fui finalmente a visitarlo, entonces me encontré con un paisaje familiar. Sabía hacia donde había que girar, por donde se entraba, como se relacionaba con aquello que le rodeaba y lo recorrí con placer, con algo de ansiedad y con muchas expectativas; mientras, los otros, deambulaban por las naves de la Catedral. No pude subir a sus cubiertas, a esas habitaciones con techo de cielo y paredes y suelo de piedra, tampoco me dio tiempo a recorrer aquel recinto extenso y atrayente al que se había incorporado.
La segunda vez, años después, fueron unos jóvenes arquitectos los que me introdujeron al edificio, me dieron noticias suyas y compartieron de nuevo con entusiasmo la admiración por esa arquitectura que con anterioridad les había enseñado. Celebramos juntos lo que cualquier humano que descubre que a otros también le gusta lo mismo, nos vimos reflejados en el lugar de su arquitectura y supimos que una misma emoción nos embargaba.
Volví la madrugada siguiente, el cielo apuntaba la aurora, la penumbra era aún poderosa y en el callejón empinado que circunda el muro norte del Convento asistí a una fantasmagoría que se hundía en las fauces del pasado, allí todavía no había llegado nuestro tiempo y en la espera los espectros de la noche se despedían de la madrugada. Esa ascensión dio comienzo a otra manera no imaginada de rodear el edificio, el círculo máximo del contorno que lo abarca y del que forma parte con humildad el mismo, aparecía como una piel de escamas poderosas levantadas de la tierra que nos iba dando cuenta en sus inflexiones de la membratura interna de los sucesivos episodios que albergaba, pero también era sensible ante lo que acontecía en su exterior, en aquel barrio, que muy probablemente él había iniciado hace mucho tiempo.
Como la pendiente del montículo donde se asienta es empinada, ello permite asomarse desde arriba a la larga caída de las sucesivas bateas con las que las comunidades que lo han habitado domesticaron su suelo hasta hacerlo propio del pié humano. Hay en la mirada a la que incita ese tipo de paisaje algo sorprendente y gozoso para las gentes de los valles en los que predomina la planicie, uno se siente poderoso al dominar la línea de cielo de la ciudad y se siente atraído por los suelos inclinados de sus calles que parecen lanzarnos a un pozo, luego descubrimos al recorrerla que ese pozo es sólo una vaguada cuya plenitud es sólo un remanso antes de lanzarnos a otra bajada o subida.
En lo que finalmente convergía ese largo rodeo era en el comienzo del edificio y así entendimos que éste se asentaba en un cruce de caminos en la parte más interior del recinto: en su entrada. Toda su direcionalidad, que era mucha, estaba entregada a confluir con ese punto, a reconstruir unas relaciones que habían sido afectada por la apertura de una calle, a restituir un perímetro que ya habíamos experimentado como un poderoso aglutinante urbano.
En ese sentido la utilización de direcciones existentes o complementarias median la ordenación de los materiales arquitectónicos, incluso tectónicos, incluso naturales, ellas a manera de las varillas del equilibrista mueven en un ritmo acompasado la densa materialidad de las masas o los volúmenes. Pero a diferencia de la utilización que de ella hace el orden compositivo clásico, aquí responden más a la estrategia del agrimensor, tan rural, tan apreciada por Aalto, que está atenta más a dar cuenta del levantamiento exacto de algo existente en comparativa relación dimensional humana, que a imponer un orden ideal venido de fuera. La coexistencia incluso el equilibrio de ese juego es característico de esta arquitectura.
Y si esa posición que gestiona el edificio es la de un cruce, también es la de un observatorio privilegiado. Desde allí se ve la ciudad, una encrucijada abierta por varios caminos, nos suministraba el horizonte necesario para llevarnos hacia una de sus puertas, hacia el vacío dejado por ella y desde allí a la calle que nos introduce en el laberinto de sus calles. En este sentido, el edificio es también un lienzo a medio correr ante los ojos de alguien que saliera de la ciudad y caminara hacia su rodeo, a modo de cortinaje permite situar de nuevo el ángulo de las puertas del antiguo Convento en una centralidad recuperada. Antecede como heraldo el rito del compás de su entrada, lo flanquea desde la cartesiana plasticidad de su hastial quebrado y finalmente permite la apertura de un nuevo camino más abierto y misteriosos hacia otro espacio; por aquí pueden pisar pies de duendes.
Como si de una tejedora se tratara, esta arquitectura va palpando los flecos abiertos del tejido del bastidor territorial y certeramente anudándolos a los cabos de otra urdimbre bien distinta en la que pudiera reconocerse un nuevo y tradicional registro de ese siempre habitado enclave. Así, se hace presente con la manera tangible del recorrido, que la arquitectura no llega sino cuando los caminos que han roturado y abierto un paraje terminan cruzándose; ahí se encuentra la ruina espacial sobre la que se gesta su instalación.
Sentados, al caer la tarde, en una pequeña terraza del bar de la esquina, arrimados al muro de su fachada, viendo pasar los coches por la ronda de la muralla, mirábamos a su través la Puerta del Camino y sentíamos a nuestras espaldas la presencia del edificio.