domingo, 28 de junio de 2009

N15. Texto

Un lugar en el que cae una hoja
Gabriel Campuzano
Mientras caminaba, iba pensando en lo difícil que sería obtener alguna sorpresa del edificio que me disponía a visitar. Había recorrido sus planos una y mil veces. Había visto casi todas sus fotografías publicadas. Incluso, en algún curso de finales de la carrera, había participado en la construcción de una maqueta que lo representaba con todo detalle. A pesar de todo ello y de la admiración que le profesaba, hasta esa tarde de julio de 2000, no había tenido la oportunidad de viajar a Porto.
Absorto en estas divagaciones, casi sin darme cuenta, me adentré en el interior de su campus triangular, reconociendo de golpe las edificaciones que lo definen. Instantáneamente, todas las imágenes conocidas se ordenaron en mi memoria. Idénticas, tal y como ya las había visto, incluso tan deshabitadas como en las revistas de arquitectura, con esa sensación de soledad que transmite una facultad universitaria en el período de vacaciones. Apoyado en los recuerdos, comencé mi recorrido por los pabellones de la zona sur, seguramente condicionado por las imágenes inolvidables de Hisao Suzuki que los retrató -casi en obras- como personajes de una representación teatral. No encontré a nadie pero todo estaba en su lugar, la galería y las escaleras, las aulas y las salas de estudio, los despachos de profesores y los aseos. Incluso los más mínimos detalles, publicados más tarde cuando la facultad entró en uso, allí estaban también deshabitados: Los zócalos de piedra y las escayolas, y sus insólitos despieces de papiroflexia, las barandillas mínimas, las bisagras, los cierres y fallebas de las ventanas.
No sé bien en que momento, entre reconocimientos e inventarios, una impresión extraña creció hasta ser ya claramente perceptible y convertirse en una certeza agobiante. En principio me pareció descubrir pequeñas diferencias, que fueron en aumento rápidamente. Tanto que, a partir de un instante, nada de lo que veía coincidía exactamente con mi memoria. Sin duda, todo se encontraba en el sitio esperado, con la forma aproximada de mis recuerdos, pero finalmente nada era igual. Me pareció muy razonable que los materiales tuvieran una textura distinta, que los brillos y las luces del día no fueran idénticos. Era consciente de las diferencias entre un registro plano -gráfico o fotográfico- y su reconocimiento espacial. Tampoco podía deberse al paso del tiempo o al envejecimiento, porque para todas estas traducciones -se supone- estamos bien preparados. No encontraba un motivo razonable pero, en cualquier caso, la seguridad que me había acompañado se desvaneció.
Después de esto, cada paso adelante estuvo tan lastrado por la duda como alimentado por la curiosidad, y debieron activarse otros filtros de la memoria. Todo se mostraba por sorpresa y, con ese desasosiego creciente, ascendía lentamente por la rampa cuando el instante estalló. El edificio hablaba por un sinfín de imágenes, apenas perceptibles desde el lugar concreto en el que me había detenido la sorpresa, pero unas y otras cobraban diferentes protagonismos cuando me desplazaba. Ninguna era ya de mis recuerdos y opté por almacenarlas con verdadera fruición. Llené emulsiones con la luz de algunos reflejos sobre la piedra pulida, manchados seguramente por los pasos olvidados en el suelo o el roce sobre los zócalos. También fotografié la ausencia que se mostraba -inconfundible- en un amasijo de maquetas abandonadas sobre las mesas de un aula. Y todos los comentarios y las bromas y preocupaciones que habían quedado unidos, con el pegamento, a esos cartones con formas de edificios. Y las sombras de unas ramas que -atravesando el vidrio- crecían ya en el interior. Y el temblor de las paredes en el vestíbulo, agitadas por la exaltación nerviosa de unos exámenes, de unas calificaciones o, sencillamente, por la incertidumbre de un futuro expuesto en paneles llenos de proyectos. En el exterior, quise fotografiar toda la oscuridad que brotaba de aquellas luminosas fachadas en contacto con algunos árboles que me parecieron transparentes. La que salía del interior -por las ventanas- y la que trepaba desde el suelo y los patios. Todo quise fotografiarlo, pero también quise atrapar entre las capas de emulsión el propio aturdimiento generado por el lugar construido: Un lugar en el que dos piedras pueden encontrarse sin extrañeza, porque la que fue llevada -labrada lejos- parece tan propia de allí como la otra, que permaneció siempre medio enterrada. Un lugar en el cae una hoja y, cuando roza una ventana, se descubre con certeza que ésta fue estirada lo justo para tocarla. Un lugar con la línea del horizonte en su interior. Un lugar que no puede inventariarse cuando se habita. Un lugar...
...que aún me envolvió mientras regresaba al hotel, agitado por la facilidad con la que había encontrado la sorpresa inesperada en este edificio.