lunes, 18 de mayo de 2009

N14. Texto 1

La Victoria de Samotracia ha sido derrotada (II)
Magazine, 17 de mayo de 2009
Andrés Trapiello
Nos preguntábamos la semana pasada si podemos llamar Victoria de Samotracia a la escultura del mismo nombre que está en el Louvre en medio de un río de turistas, que se impiden unos a otros contemplar su abrumadora belleza con sosiego y en silencio. Si no la habíamos destruido entre todos. Como vimos, muchos de aquellos turistas ni siquiera se molestaban en levantar los ojos y pasaban de largo, mientras otros se contentaban con fotografiarse junto a ella, obteniendo la prueba de que estuvieron allí.
En realidad todos ellos parecían haber ido únicamente a rozarse con un ídolo sagrado. Necesitaban impregnarse en su aura de icono. Se viene diciendo desde hace décadas: los museos ocupan el lugar reservado antiguamente a las catedrales, y han heredado de la religión su prestigio y el de sus tesoros. Los mercaderes, sensibles al oro, al incienso y a la mirra, se han instalado en ellos en cuanto han podido. ¿No nos lo recuerdan todas esas tiendas de catálogos y suvenires que el visitante tiene que cruzar antes de dejar definitivamente cualquiera de los museos modernos, a menudo todavía más congestionadas de gente que sus propias salas? Cuánto nos escandalizamos algunos hace años al saber que en su visita al Museo del Prado, Andy Warhol no había pasado de la tienda de postales. Cuánto lo incomprendimos. Hoy sin embargo vemos que fue el único sincero al confesar que no necesitaba en absoluto del arte, y por esa razón lamentamos que su ejemplo no haya cundido lo bastante entre cuantos siguen yendo a los museos del mundo sin tener tampoco una necesidad mayor de visitarlos, pudiendo dejarlos a disposición de quienes sí parecen tener alguna razón de peso para hacerlo.
La gente común, al contrario que Warhol, no puede permitirse ser snob, sin embargo, porque no le dispensan el glamur que a él le dispensaron ni tiene el dinero que tuvo él, y necesita, sobre todo, algo en lo que creer. Dios ha muerto, pero le ha sustituido la cultura, y por esa razón podemos decir también: la cultura es hoy el opio del pueblo. Puede que, como ocurría hace siglos con Dios, la gente común no crea tampoco en la cultura, pero cree, desde luego, en el oro, el incienso y la mirra, y acude a buscarlos a los museos, y a rozarse con ellos y, a ser posible, a inhalar sus emanaciones y estupefactarse con ellas.
Hay quienes piensan que aún estamos a tiempo de salvar nuestros nuevos dioses antes de convertirlos en ídolos. No sólo porque la contaminación de una sobreexposición reiterada pueda acabar con ellos (ocurrió con las cuevas de Altamira, felizmente cerradas al público). Es más peligrosa aún la sobreexposición de la banalización, que acaba convirtiendo a Van Gogh en una camiseta, a Mozart en una sintonía de móvil y a Venecia en un destino masivo para recién casados de todo el mundo que suelen tener allí, como consecuencia del frenético ambiente callejero y de los precios, su primera disputa conyugal. Fue difícil llenar los museos de visitantes, pero más difícil va a ser aún vaciarlos de ellos, lo que deberá ocurrir antes de que la Victoria de Samotracia se convierta en el Pato Donald, como quería el resentimiento de Warhol.
La primera parte de este artículo puede leerse en el semanario Magazine de 10 de mayo de 2009